Piel Secreta : Un Ensayo en Teoría de Spandex (Parte 1 de 4)


De niño, tenía un profesor de religión. Su nombre era el Sr. Spector y su trabajo era confrontarnos con los peligros que nos presentábamos a nosotros mismos. Ética judía era el nombre de la clase. Debíamos haber tenido ocho o nueve años.

El Sr. Spector usaba un cuaderno para guiar su discusión; cada domingo, empezábamos leyendo una parábola moderna o cuento de cautela, y luego luchábamos con una serie de preguntas imponderables. Un día, por ejemplo, estábamos discutiendo las tentaciones de robar; otra clase estaba dedicada a todos los daños que el mentir causaba en uno mismo y los efectos que tenía enotras personas. El Sr. Spector era un hombre joven y gentil con una barba negra y ojos negros como rayos Roentgen. Él parecía tomar nuestras eventuales fallas morales por hecho y, tal vez como resultado, favorecía la discusión amena sobre el reproche o la condenación. Yo disfruté nuestras discusiones, manteniéndome siempre perfectamente alejado de los temas que surgían. Yo era, en aquel entonces, un terrible mentiroso, y muchas veces había robado goma de mascar y tarjetas de beisbol del vecindario Wawa. Nada de eso tenía algo que ver con el Sr. Spector o los casos que estudiábamos en Ética Judía. Todos los niños de nueve años son sofistas e hipócritas; descubrí que no me era más difícil reprimir mi propia conducta que cualquier otro niño en juzgar medidamente a la raza humana.

La única vez en que sentí que mi alma estaba en peligro fue cuando el Sr. Spector soltó el problema ético del escapismo, particularmente su experiencia en la forma de comics. Ese día, empezamos con una simple historia de un niño que amaba tanto a Superman que se ató una toalla roja al cuello, trepó al techo de su casa y con un grito de “Up, up and away,” saltó a su muerte. El Sr. Spector nos informó que esa historia era real – al menos existió un niño, tan enamorado y tan traicionado al sueño falso de Superman que lo mató.

La lección explícita fue que lo que encontramos entre las cubiertas de un comic es fantasía, y “fantasía” significa mentiras bonitas, el consumo de este falla por lo tanto en prepararnos para lo que yace afuera de estas portadas. La fantasía nos imposibilita encarar la “realidad” y su pavimento duro. La fantasía te traiciona, y entonces, por implicación, tus deseos, tus sueños y añoranzas, todo lo que llevabas en tu cabeza que solo tú y Superman y Elliot S! Magin (exclamación y todo, el escritor principal de Superman circa 1971) podían entender – todo esto te traicionaría, también. También habían otros argumentos que hacer, sobre la culpabilidad de los que producían estos productos, lo vendían a los menores, o les permitían a los niños llevarlos dentro de la casa.

Estos argumentos no tenían mayor efecto en mí, un niño que consumía docenas de comics en una semana, todos de ellos proveídos felizmente por su (aparentemente villano) padre. Por supuesto, puede que no haya estado preparado para la realidad – punto – pero, en la otra mano, si alguna vez me había de encontrar en la Ciudad Botella de Kandor, bajo la campana jarra en la Fortaleza de la Soledad, sabría diferenciar al doble Kryptoniano de Superman (Van-Zee) con el de Clark Kent (Vol-Don). Pero más que esto, lo que sí tuvo un impacto en mi persona, con la fuerza de un golpe, fue el reconocimiento, un reconocimiento profundo y moral de lo implícito, la premisa secreta del comportamiento del niño en su techo. Porque ese niño tonto no había sido maldecido por el poder engañoso de los comics, los cuales al fin y al cabo solo son un grupo de hojas, grapas y tinta, y no pueden herir a nadie. Ese niño había muerto por el silogismo irresistible de la capa de Superman.


Uno sabía, claro, que no eran la capa, las botas, las mallas, los calzoncillos o la famosa “S” en el pecho, lo que le daba a Superman el poder de volar. La habilidad venía de os efectos de los rayos solares en la anatomía alienígena de Superman, la cual había evolucionado bajo el sol rojo de Krypton. Y sin embargo, solo tenías que amarrarte una toalla alrededor de los hombros para sentir extraños pulsos vibratorios de vuelo, agitándose en el sol rojo de tu corazón.

Yo, también, había trepado a alturas peligrosas, con mi cara frente al viento, y me había sentido mágicamente solitario. Me había visto a mi mismo como un rayo azul y rojo que pasa en un abrir y cerrar de ojos por tu ventana. También había sido Batman, y el poderoso Thor. Había vivido de manera invisible, las existencias agónicas de Vision, hijo de un robot y nieto del señor de las hormigas. Brevemente me transformé (más de esto luego) en un guerrero-paladín con súper poderes, más conocido como Aztec. Y todo lo que necesitaba para lograr esto era un pedazo de tela amarrado a mi cuello.

No tenía que ver con el escapismo, le quise decir al Sr. Spector, sin saberlo entonces plagiando la conocida fórmula de Sam Clay, pionero (ficticio) y teorista de comics de superhéroes. Tenía que ver con la transformación.


El comic norteamericano existió antes que el superhéroe, pero por poco, y con tan poca distinción que en la mente cultural, el medio siempre ha sido indistinguible de su primer trazo de brillantez. Hubieron luchadores enmascarados antes de Superman (Zorro, el Fantasma), pero fueron iguales que los cuartetos pop que existieron antes de los Beatles. Superman inventó y agotó el género de un solo salto. Todas las tramas, todos los clichés y las convenciones, todas las posibilidades, todas las añoranzas y os deseos y las neurosis que han conducido y alimentado el comic de superhéroes por los últimos setenta años estuvieron implícitas y vinieron dentro del pequeño cohete rojo que vino volando en dirección a la tierra. En ese momento – con Krypton explotando en el fondo, Action Comics #1 – es generalmente visto como el Minuto Cero de la idea del superhéroe.

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Texto de Michael Chabon publicado el 10 de marzo del 2008 en The New Yorker.

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