Más vale tarde que nunca. Finalizamos el texto de Michael Chabon sobre el verdadero significado del disfraz de un superhéroe y el porder de una toalla cuando uno es un niño. No se olviden de leer las partes UNO, DOS y TRES. Es un brillante análisis. Así de simple.
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En la mayoría de casos, la narrativa secreta está escrita con una obviedad enigmática, de índole onírica en el pecho del héroe o su cinturón, en forma de una insignia requerida. Nos han dicho que la ‘S’ de Superman solo coincide con el nombre de Superman: en realidad, el emblema es el escudo de armas de la antigua Casa Kryptoniana de El, de la cual él desciende. Un murciélago estilizado alude al animal cuyo vuelo ocasional por una ventan selló para siempre el destino de Bruce Wayne; un relámpago encapsula la historia secreta del Captain Marvel; un glifo de ocho patas inmortaliza de igual manera el insecto cuya mordida puso a Peter Parker en su gloriosa carrera.
Decimos ‘identidad secreta’, y adoptamos una serie de estrategias ocultas para preservarlo, pero lo que en verdad tratamos de esconder es la narrativa: no quienes somos, pero la historia de cómo nos volvimos de es manera – y, por implicación directa, todo lo que nos faltaba, y todo lo que no éramos antes que la araña nos mordiera. Sin embargo, nuestro disfraz no oculta nada, pero revela todo: es nuestra piel secreta, expuesta y exponiéndonos ante todo el mundo. El superheroismo es un especie de travestismo; nuestro super-drag interno sirve de una vez para oscurecer todas las partes de nuestro exterior que han dejado de definirnos mientras que a la vez traiciona, la verdad de la historia que llevamos en nuestros corazones, un historia de nuestra transformación, de nuestro renacimiento al mundo de la aventura, de la historia misma.
Yo me convertí en Azteca en el verano de 1973, en Columbia Marylands, una utopía suburbana entre Smallville y Metropolis. Ocurrió un día de verano mientras caminaba hacia la piscina con un amigo. El usaba una ropa de baño de color azul media noche; la mía era llamativa, con machas de rosado, naranja, dorado y marrón sobre figuras abstractas que nosotros tomamos po aztecas (aunque probablemente eran de Polinesia). En aquellos días, una ropa de baño no reflejaba para nada los shorts largos y llenos de bolsillos que los niños usan hoy en día. Los nuestros estaban hechos de poliéster, medían pocos centímetros y a menudo tenían como accesorio un especie de cinta falsa que hacía las veces de cinturón, unida con una hebilla metálica al frente. En otras palabras, se veían como la indumentaria usada por nuestros héroes encapuchados desde que el último hijo de Krypton bajó de los cielos en 1938. Atábamos toallas alrededor de nuestras gargantas (la suya era azul, la mía estaba hecha de un tono naranja de 1973), eran unas capas mágica cuyos poderes el Sr. Spector no lograba entender. Las capas volaban detrás nuestro, atrapando la brisa de nuestra imaginación, a medida que el Sr Oscuro y Azteca corrían por las calles.
El Sr. Oscuro llevaba una espada, y usaba un casco Barbuta, con una malla metálica de ‘acero lunar’. Azteca usaba mallas y una capa de plumas, con un cetro mágico con punta de obsidiana. Habíamos empezado nuestra carrera ese día, por las calles derretidas de Maryland, como un par de niños solitarios con nada en común más que la soledad, la cual compartíamos con Superman, Batman y con nosotros mismos – una soledad fundamental y una aptitud salvaje para la transformación. Pero con cada paso nos convertíamos un poco más en el Sr. Oscuro y Azteca, cada vez más seguros, cada vez más irrefutables, transformados por los rayos de linterna verde del resplandor, por la mordida de la araña de la inspiración, por la historia que nos decíamos el uno al otro sobre dos superhéroes, sobre nuestras nuevas identidades que habían sido descubiertas por nuestra piel secreta.
Conversando, atando los nudos de nuestras capas, sandalias chocando con las suelas de nuestros pies, nos transformamos no solo en nosotros mismo. En el espacio de esa caminata a la piscina, también transformamos el mundo en el que vivimos, convirtiéndolo en un lugar en el que las cosas imposibles podían suceder: la reencarnación del caballero arturiano podía encontrar sosiego y compañerismo junto al mago mesoamericano. Un mundo entero de aventuras podía provenir de la mente de dos niños de Columbia, o de Cleveland. Y el ser que tú contenías, la historia que sabías que tenías dentro tuyo podía salir a la luz en la forma de un emblema sobre tu corazón. Todo lo que necesitábamos era aceptar la invitación abierta que los comics de superhéroes nos hacían a través de una toalla. Era una invitación para entrar a mundo de historia, para unirnos en el continuo negocio de las historietas y, con el uso de una toalla de playa, a empezar a vestir lo que sabíamos teníamos oculto dentro de nosotros.
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Texto de Michael Chabon publicado el 10 de marzo del 2008 en The New Yorker.
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En la mayoría de casos, la narrativa secreta está escrita con una obviedad enigmática, de índole onírica en el pecho del héroe o su cinturón, en forma de una insignia requerida. Nos han dicho que la ‘S’ de Superman solo coincide con el nombre de Superman: en realidad, el emblema es el escudo de armas de la antigua Casa Kryptoniana de El, de la cual él desciende. Un murciélago estilizado alude al animal cuyo vuelo ocasional por una ventan selló para siempre el destino de Bruce Wayne; un relámpago encapsula la historia secreta del Captain Marvel; un glifo de ocho patas inmortaliza de igual manera el insecto cuya mordida puso a Peter Parker en su gloriosa carrera.
Decimos ‘identidad secreta’, y adoptamos una serie de estrategias ocultas para preservarlo, pero lo que en verdad tratamos de esconder es la narrativa: no quienes somos, pero la historia de cómo nos volvimos de es manera – y, por implicación directa, todo lo que nos faltaba, y todo lo que no éramos antes que la araña nos mordiera. Sin embargo, nuestro disfraz no oculta nada, pero revela todo: es nuestra piel secreta, expuesta y exponiéndonos ante todo el mundo. El superheroismo es un especie de travestismo; nuestro super-drag interno sirve de una vez para oscurecer todas las partes de nuestro exterior que han dejado de definirnos mientras que a la vez traiciona, la verdad de la historia que llevamos en nuestros corazones, un historia de nuestra transformación, de nuestro renacimiento al mundo de la aventura, de la historia misma.
Yo me convertí en Azteca en el verano de 1973, en Columbia Marylands, una utopía suburbana entre Smallville y Metropolis. Ocurrió un día de verano mientras caminaba hacia la piscina con un amigo. El usaba una ropa de baño de color azul media noche; la mía era llamativa, con machas de rosado, naranja, dorado y marrón sobre figuras abstractas que nosotros tomamos po aztecas (aunque probablemente eran de Polinesia). En aquellos días, una ropa de baño no reflejaba para nada los shorts largos y llenos de bolsillos que los niños usan hoy en día. Los nuestros estaban hechos de poliéster, medían pocos centímetros y a menudo tenían como accesorio un especie de cinta falsa que hacía las veces de cinturón, unida con una hebilla metálica al frente. En otras palabras, se veían como la indumentaria usada por nuestros héroes encapuchados desde que el último hijo de Krypton bajó de los cielos en 1938. Atábamos toallas alrededor de nuestras gargantas (la suya era azul, la mía estaba hecha de un tono naranja de 1973), eran unas capas mágica cuyos poderes el Sr. Spector no lograba entender. Las capas volaban detrás nuestro, atrapando la brisa de nuestra imaginación, a medida que el Sr Oscuro y Azteca corrían por las calles.
El Sr. Oscuro llevaba una espada, y usaba un casco Barbuta, con una malla metálica de ‘acero lunar’. Azteca usaba mallas y una capa de plumas, con un cetro mágico con punta de obsidiana. Habíamos empezado nuestra carrera ese día, por las calles derretidas de Maryland, como un par de niños solitarios con nada en común más que la soledad, la cual compartíamos con Superman, Batman y con nosotros mismos – una soledad fundamental y una aptitud salvaje para la transformación. Pero con cada paso nos convertíamos un poco más en el Sr. Oscuro y Azteca, cada vez más seguros, cada vez más irrefutables, transformados por los rayos de linterna verde del resplandor, por la mordida de la araña de la inspiración, por la historia que nos decíamos el uno al otro sobre dos superhéroes, sobre nuestras nuevas identidades que habían sido descubiertas por nuestra piel secreta.
Conversando, atando los nudos de nuestras capas, sandalias chocando con las suelas de nuestros pies, nos transformamos no solo en nosotros mismo. En el espacio de esa caminata a la piscina, también transformamos el mundo en el que vivimos, convirtiéndolo en un lugar en el que las cosas imposibles podían suceder: la reencarnación del caballero arturiano podía encontrar sosiego y compañerismo junto al mago mesoamericano. Un mundo entero de aventuras podía provenir de la mente de dos niños de Columbia, o de Cleveland. Y el ser que tú contenías, la historia que sabías que tenías dentro tuyo podía salir a la luz en la forma de un emblema sobre tu corazón. Todo lo que necesitábamos era aceptar la invitación abierta que los comics de superhéroes nos hacían a través de una toalla. Era una invitación para entrar a mundo de historia, para unirnos en el continuo negocio de las historietas y, con el uso de una toalla de playa, a empezar a vestir lo que sabíamos teníamos oculto dentro de nosotros.
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Texto de Michael Chabon publicado el 10 de marzo del 2008 en The New Yorker.
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